Comentario
De varios sucesos del piloto mayor Pedro Fernández de Quirós, hasta que llegó a la corte del Rey de España
En esta ciudad de Manila, como se ha dicho, estuvimos algún tiempo; la cual es cabeza del gobierno de las islas Filipinas, y está plantada en una punta rasa que hace al mar, y un río que entra en él, y tiene una buena fortaleza y edificios y otras cosas particulares y dignas de cuenta, de que se pudiera hacer un largo capítulo; pero puédese excusar, remitiéndonos a un libro particular que de la dicha ciudad, islas Filipinas, y de sus conquistas y sucesos escribió el doctor Antonio de Morga.
Estando en esta ciudad, vino a ella, proveído por nuevo gobernador, don Francisco Tello, que había sido tesorero de la casa de contratación de Sevilla; en cuyo recibimiento hubo muchas fiestas, que le hicieron así los españoles como los indios, y en especial fueron mucho de ver tres elefantes que se sacaron a la plaza, de los cuales el más grande se decía don Fernando, que el rey de Camboja envió de presente al gobernador pasado cuando le pidió socorro. En cada uno de ellos venía caballero un indio, diestro en el modo de gobernarle así de palabra como con un garabato de hierro, con que puesto en la frente le hacía correr, parar, arrodillar, levantar y otras cosas bien de ver hacer a un tan grande animal. Sirve este garabato como a un caballo el freno. Fueron corriendo derechos a donde el gobernador estaba en la ventana, a quien pusieron de rodillas en el suelo por tres veces, quedando los pies largos para atrás, porque no los pueden doblar. Las gentilezas que los elefantes hicieron fueron muchas; y por remate le apartaron a don Fernando, y su indio le puso con el rostro derecho a las vigas, sobre que se había armado el castillo de fuego de la noche antes y diciéndole una palabra, y tocándole con el garabato en la frente, daba el elefante un arremetón y entre los dos colmillos cogía la viga que le decían, con mucha facilidad, y así las sacó todas: cosa notable.
Pocos días había (según allí se decía), que estando este elefante bebiendo en el río, se llegó a él un grande y cebado cocodrilo, que en aquel río había hecho muchas presas en indios; aferróle de la trompa y tiróle para sí, y como el elefante lo sintió lo levantó al modo que la caña de pescar saca un leve pez, y a un buen trecho fue a caer en el campo sin dar más paso: y pesa un caimán, cual éste era, lo que pesa un grueso buey.
Decíase también, que este mismo elefante tuvo una llaga en una encía, y que habiéndole curado un día el mismo indio, por el dolor le aventó con la trompa de que le trató muy mal y cuando sanó le dijo: --Muy enojado me tenéis, señor don Fernando, pues en pago del beneficio que os hice, me habéis querido matar. ¿Qué os parece si lo supiera el rey mi señor y vuestro que os envió aquí, y me dio por vuestro compañero para que mirase por vos? Mirad que no podéis comer y os vais enflaqueciendo, con que moriréis muy presto sin tener yo culpa: abrid si queréis la boca, y luego os curaré como amigo, olvidado del mal que me hicisteis. Y que el elefante había dado con la trompa dos vueltas a un estante que allí estaba y abrió la boca, con que fue curado sin moverse, mostrando bien el gruñir cuánto sentía el dolor; y así vino a sanar.
De otro elefante me contaron que, por vengarse de un indio que le mandaba, pasando por un portal lo estrujó y mató, y que su mujer le dijo: --Don Pedro, habéis muerto a mi marido; ¿quién me ha de sustentar? Y que luego el elefante fue a la plaza y della cogió con la trompa una cesta de arroz, que le dio, y cuando le pareció que había comido le llevó otra, y más adelante otra. Sosas se dicen destos animales que parecen increíbles, y para mí lo más es que entienden a todos en la lengua que les hablen; como yo lo vi allí, estando cercado de soldados españoles decirle uno, sin otra señal, que le sacase de la faltriquera un plátano para comer; y entrar la trompa en ella, y porque no lo halló cogió del suelo con la trompa un poco de tierra, y se la tiró al rostro al soldado que le engañó.
Acabadas estas fiestas, se casó nuestra gobernadora con un caballero mozo llamado don Fernando de Castro, primo del gobernador Mariñas, el cual, como era justo, tomó las cosas de su mujer por propias suyas, y podía en la ciudad mucho; y así, con su ayuda, la nao se avitualló y aprestó de todo lo necesario, y se dio vela día de San Lorenzo para hacer viaje a la Nueva España, en que, por haber salido tan tarde, se pasaron increíbles trabajos y tormentas. Y en efecto, llegamos al puerto de Acapulco a once de diciembre del año de mil quinientos y noventa y siete, donde la nao se visitó, y se dio franca licencia para que todos pudiesen saltar en tierra; y allí yo, el capitán Pedro Fernández de Quirós, me despedí de la gobernadora, y demás compañeros, y me embarqué en una nave pasajera para el Perú.
Habiendo corrido toda la costa de la Nueva España, llegué al puerto de Paita, a tres de mayo de mil quinientos noventa y ocho, de donde escribí una carta al virrey don Luis de Velasco, y por tierra caminé a Lima, donde llegué a cinco de junio, y fui muy bien recibido por el dicho virrey; que se quiso informar particularmente del discurso y sucesos de nuestro descubrimiento y navegaciones, y yo le di de todo la mejor relación que pude y supe, y me ofrecí que, dándome un navío de sesenta toneladas y cuarenta marineros, volvería por los rumbos convenientes a descubrir las dichas tierras, y otras muchas que sospechaba, y aun tenía por cierto, había de hallar en aquellos mares.
Pero, en efecto, se resolvió que no podía darme el despacho que yo pretendía y era necesario, sin particular consulta y orden de Su Majestad: y que así tenía por mejor que me animase a ir en persona a la corte de España, pues el negocio eran tan grave e importante, que nadie lo podía alentar y dar a entender mejor que yo que tenía de ello tanta noticia; y que él de su parte me ayudaría con algún socorro, y con cartas para Su Majestad y sus consejeros. Y habiéndolas recibido, me embarqué en el puerto del Callao en la capitana, a diez y siete de abril de mil quinientos noventa y ocho, general don Beltrán de Castro y de la Cueva, y en veintidós días llegamos a Panamá, y de allí por tierra a Puerto-belo, donde me embarqué en una fragata de las del trato, y en siete días llegué a Cartagena; la cual hallé muy alborotada, porque había parecido sobre ella una escuadra de veintidós naos gruesas, cuyo general era el conde de Morlant, inglés, que había tomado la ciudad de Puerto Rico. Pero parte de este temor cesó con la llegada de don Luis Fajardo, caballero del hábito de Calatrava y general de la Armada de la guarda de Indias y su carrera.
Desde allí volví a escribir al virrey del Perú, y, por si acaso yo muriese en el viaje, le di más particular cuenta del discurso de la jornada y descubrimiento que pretendía, y de las cosas que juzgaba ser necesarias para cuando se hubiese de proseguir; y habiendo vuelto don Luis Fajardo de Puerto-belo con la plata, me embarqué en su galeón, y salimos de Cartagena primero de noviembre de mil quinientos y noventa y ocho. En veintisiete días dimos fondo en la Habana, de donde salimos a diez y seis de enero del año siguiente en conserva de treinta navíos; y habiendo desembocado bien y brevemente, en altura de veintinueve grados tuvimos una tormenta tan recia, que estuvimos para perdernos, y se desaparecieron muchos navíos, y otros con el nuestro se desaparejaron, y fue forzoso volver a arribar a Cartagena, martes tres de marzo. De allí escribí a Su Majestad y al virrey del Perú, y hubimos de invernar todo aquel año hasta que, habiendo llegado aviso de Su Majestad y venido nuevos galeones por la plata, los dos generales cargaron en veinte bajeles trece millones. A cuatro días de enero dieron velas, y habiendo pasado algunas tormentas llegamos al cabo de San Vicente, donde se tomaron dos naos inglesas, y a veinticinco de febrero de mil y seiscientos, con estruendo de artillería y música de instrumentos, dimos fondo en Sanlúcar.
De allí me embarqué para Sevilla, donde entré tan ajustado de cuenta, como se deja entender de los trabajos y arribadas que había padecido; y viéndome libre de ellos, y considerando que aquel año era el santo en que en Roma se gana el gran jubileo, me determiné de ir allá, y gastar en esto aquel verano. Para cuyo efecto vendí lo poco que tenía y compré un hábito de peregrino; y a pie, con sólo el arrimo de un bordón, fui siguiendo mi viaje hasta Cartagena de Levante, en todo lo cual me pasaron varios sucesos; y habiendo llegado las galeras de Italia, me embarqué en ellas por San Juan, y fuimos costeando por Valencia y Barcelona. A quince de agosto atravesamos el golfo de Narbona, y poco después desembarcamos en el puerto de Baya, que está en el Ginovesado, de donde vestido como peregrino, en compañía de otro y de un fraile, pasamos por todos los mejores pueblos de Italia, en que tuve mucho que ver y notar.
Finalmente, habiendo llegado a la gran ciudad de Roma, tuve suerte de ser bien recibido y oído por el señor duque de Sesa, que hacía a la sazón oficio de embajador de España en aquella corte, a quien di cuenta de las tierras que había descubierto y el deseo que tenía de volver a ellas, y cuán justo era que Su Santidad favoreciese este intento; pues principalmente iba enderezado a la salud y conservación de infinitas almas, como las de aquel nuevo orbe. Parecióle bien a Su Excelencia, e hizo juntar en su casa los mayores pilotos y matemáticos que se hallaban en Roma; y habiendo en su presencia hecho largo examen de mis papeles, discursos y cartas de marear, y quedando satisfechos de que todo lo que yo decía era probable y digno de ponerse en ejecución, me negoció el señor duque audiencia para con Su Santidad de Clemente VIII, la cual tuve a veintiocho de agosto, habiendo primero comido en la mesa de los pobres. Su Santidad me oyó muy de espacio y vio todos los papeles que le mostré y se enteró de mi celo y verdad; animándome a que siguiese tan loable intento, con muchas gracias y jubileos que me concedió para cuando hubiese de hacer la jornada, y con cartas para la Majestad del Rey Nuestro Señor, a quien ansimismo escribió en mi abono y recomendación el señor duque de Sesa, y también me dio cartas y socorro para otros príncipes y consejeros de la corte de España, y poder llegar a ella. Habiendo ganado el santo jubileo, y visto muchas cosas que en él se ofrecen que notar, y la canonización del glorioso San Reimundo, me detuve todavía en Roma mucho más de lo que pensé, por negociar el despacho de los breves y jubileos que he dicho, y que Su Santidad me hiciese gracia y merced de algunas cuentas benditas y de parte del Lignum Crucis, en que tuve gran dificultad.
Al fin, pasadas estas y otras que se me ofrecieron, llegó el día de salir de Roma, que fue Miércoles Santo a la tarde del año mil seiscientos y dos; y habiendo ido por la Casa de Nuestra Señora de Loreto, pasé por las ciudades de Arimino, Forli, Ferrara y Lodi, en que tuve mucho que ver y notar, y me acontecieron varios y notables sucesos; y entré en la ciudad de Milán, que tiene tantas cosas de grandeza y admiración, que no se pueden decir brevemente sin agraviarlas. Pasé a Pavía y a Tortona, de donde fui a dormir a la villa de Santo Esteban, primero lugar de la señoría de Génova; y de allí entré en Génova en tan buena ocasión, que al segundo día me embarqué en una de seis galeras del príncipe Doria, que enviaba con su sobrino suyo a dar el parabién a Su Majestad de nacimiento de la señora infanta. Y con este llegamos a Barcelona, de donde fui a Monsarrate, y pasando por otras principales ciudades de España, entré en Madrid la víspera de la octava del Corpus Christi del dicho año de seiscientos y dos; y por no estar allí la corte, que había pasado a Valladolid, fui luego al insigne convento del Escorial, donde tuve noticia que estaba Su Majestad, a quien puede hablar, y besar sus reales pies, y dar el primero mi memorial, cerca de mi pretensión, un lunes que se contaron diez y siete de junio del dicho año.